Creación

Los 10 artistas elegidos por Alfredo Aracil: A mis amigos

Paraiso Animal, 2015 - Obra de Eli Cortiñas
Paraiso Animal, 2015 - Obra de Eli Cortiñas
Los elegidos son Jaume Ferrete Vazquez, David Ferrando Giraut, Fran Meana, Antonio Ferreira, Misha Bies Golas, Sofia Bauchwitz, Isabel Marcos, Agnes Pe, Saelia Aparicio y Eli Cortiñas.
“Si bien la frase de marras (‘sólo trabajo con mis amigos’) no me acaba de convencer… es interesante poner en relieve de qué manera llega un punto en que nuestro cuerpo se agota de participar de contextos no-amistosos”, asegura Alfredo Aracil.

El comisario gallego Alfredo Aracil  (A Coruña, 1984) es uno de los invitados por ARTEINFORMADO, a propuesta de los organizadores del premio de comisariado “Se busca Comisario”, convocado por la Comunidad de Madrid y que ganó en 2016, para seleccionar “10 artistas a seguir” con la única condición de ser españoles o residentes en España. Aquí tiene las razones de su selección:

Para no crear suspicacias, empiezo con una confesión. El título de este texto no es original, está tomando de otro. Es, en verdad, una lectura libre del título de un libro del Comité invisible publicado hace algunos años. Aunque no reconozco el préstamo para protegerme de posibles críticas, ni tampoco como una forma de fetichizar mis influencias, si no simplemente como una manera de admitir mi necesidad de pensar y producir con otros, nunca en soledad. Como decían Deleuze y Guattari de su Mil mesetas, este texto está escrito a cuatro manos y poblado, a la vez, por mil fantasmas, por un agenciamiento colectivo que nada sabe de originalidad. 

Así, me gustaría continuar señalando que la práctica curatorial no tiene nada que ver con un método. Porque, a pesar del sinfín de cursos, programas y másters profesionalizantes que insisten en una normatividad derivada de una genealogía jalonada por hitos y estrellas como las primeras colgadas supramatistas de Malevich y las derivas constructivistas, el montaje surrealista de Duchamp en Nueva York o, cómo no, el giro semántico y sintáctico que opera a partir de When actitudes become forms, queda mucho por pensar y descubrir en el campo de las exposiciones de arte contemporáneo. Seguramente estoy expresando un deseo más que una certeza -imaginar a la contra-, ya que no siempre es fácil desarrollar proyectos más allá de las formas establecidas, más allá de lo que la galería o la institución esperan de una. Sea como fuere, insisto en que es más interesante hablar de una cultura de la curaduría que de un método para organizar muestras. Esto es, sin duda, una invitación a zambullirse en las plasticidades de una lengua franca, medio bastarda, ni filosofía, ni historia del arte, ni activismo social, que nos empuja a abrir posibles a través del cuidado mutuo; o sea, de una ética que no se pregunta tanto por lo que está bien o mal como por reflexionar sobre qué entendemos por producir y exponer arte en un mundo profesional tan complejo, contradictorio y violento como el llamado sistema del arte.  

¿Quién no se ha preguntado qué sentido tiene declararse artistas o curador “político” en un campo que hace negocio del compromiso? ¿Hasta qué punto es posible la crítica cuando no hay forma de llegar a aquellos que creemos nuestros interlocutores? ¿Quién es en realidad nuestro público? ¿Cuáles son sus intereses? Porque mejor no hablamos de cómo ciertas prácticas artísticas “comprometidas” exotizan su objeto de trabajo (el marginado, al excluido o al loco).

Una ética, pues, pero no empresarial. No queremos ser emprendedores. De hecho, estamos cansados de ser el laboratorio del nuevo espíritu del capitalismo. A pesar de que amamos y disfrutamos nuestro trabajo, ¿hasta cuándo se puede soportar esta dedicación en formato 24/7, esta cadena de proyectos y obligaciones que se van superponiendo? No más reuniones interminables y aburridas con agentes y gestores culturales, con máquinas burocráticas, ni tampoco más contextos competitivos que potencian el individualismo y nos hacen enfermar. No más trabajo gratuito a no ser que nazca del ofrecimiento propio o del intercambio pactado entre amigos. Lo que necesitamos es trabar alianzas y afectos estables. Sostener en vez de compatibilizar. Construir un nuevo tipo de institucionalidad que dibuje otra temporalidad. Es decir, ser intensivos en lugar de extensivos. Armar investigaciones y formas de trabajo colectivo. Y darles profundidad. Volcar nuestra atención en ellas, sin tener que saltar de tema como quién cambia de línea de metro. Todo para tratar de llegar no sólo a nuestros iguales, sino a un público general que, en algún momento, pueda constituirse, siquiera puntualmente, como comunidad. Hacer del arte contemporáneo un bien público, el patrimonio de todos. Seducir. Que la gente salga a la calle cuando las autoridades políticas amenazan con cerrar o intervenir otro museo o centro de arte de trayectoria contrastada.

El otro día, sentando en una galería de Buenos Aires, me permití el lujo de decir que solo trabajo con mis amigos o con aquellos que, en el futuro, puedan llegar a serlo. Aunque lo había pensado varias veces, sobre todo tras ciertos pasajes que prefiero no airear, era la primera vez que me atrevía a decirlo en voz alta. Y encima en medio de un encuentro profesional, que es el lugar para venderse y conseguir un trabajo. Si bien la frase de marras no me acaba de convencer, ya que no deja de tener un punto elitista o esnob, es interesante poner en relieve de qué manera llega un punto en que nuestro cuerpo se agota de participar de contextos no-amistosos. El punto en que nuestro cuerpo se cansa de espacios e iniciativas donde se respira un clima tenso, preludio de una batalla campal; donde las condiciones económicas son siempre oscuras y hay que pelear por cada céntimo, convirtiendo cada decisión de producción o montaje en una trinchera, en una línea que el supuesto enemigo no debe cruzar. Por lo demás, nada realmente excepcional en un ambiente de precariedad generalizado, en el que el trabajo y el salario es ya una anomalía.

Y, sin embargo, este imaginario de antagonismos tiene poco de productivo. Es demasiado moral. No en vano, opera por un continuo de imágenes que incide en la diferencia, en vez de pensar cuánto de común tiene nuestra supuesta singularidad. Me explico: el combate entre curadores, gestores y artistas responde a nuestra incapacidad para actuar de manera conjunta, a nuestra nula habilidad para resolver el conflicto de manera dialógica, colegiada. El sueño húmedo de un tipo de poder disperso que triunfa en tanto que es capaz de cruzar la noción de sujeto con la de individualidad. Al fin de cuenta, ¿soy yo curador muy distinto de un artista? El círculo económico que vivimos es cada vez más similar. Y no me quedo solo en la cuestión de la precariedad o de las economías no-formales cada más vez presentes. Ya que existe toda una economía del deseo que todas compartimos: sueños, pesadillas, ficciones, sensaciones y experiencias que tanto gestores como productores vivimos por igual, sobre todo desde que la crisis rompió la burbuja de la aceleración y el progreso sin final.

Tras seis meses compartiendo taller y programa formativo con artistas en un modelo de estudios que no distingue entre conocimiento teórico y práctica, mi visión de la curaduría no es la misma que hace años, cuando terminé mi máster oficial y empecé a trabajar en una institución. En concreto, lo que ha cambiado es mi modo de entender en qué consiste curar. Un concepto que, de repente, se ha expandido, cargándose con una serie de significados que van desde el pensamiento crítico a la necesidad de pensar formas de salud y cuidado no médico que posibilite, a la larga, una forma de habitar-juntos. Tanto en el espacio expositivo como en el día a día. Una ética de la sensación que ya no es exclusivamente intelectual, en tanto que forma de pensar con el cuerpo; lugar físico y mental donde se mezcla intuición con saber-hacer, improvisación y deseo de explorar la forma desde lo no-formal.

Quiero dejar claro que tampoco estoy defendiendo la necesidad de convertirse en curador-artista. Un maridaje hermoso cuando se da de manera “natural”, pero también una caricatura, una broma, cuando el espectador puede confundir la obra del artista con el display. Pensaba en otra cosa: en ese vivir-juntos como práctica estética. Ya que, si bien el curador no necesita ser un artista, sí que resulta fundamental compartir tiempo y espacios de discusión. Y no sólo durante el tiempo reducido y codificado de las visitas de estudio o los seminarios, sino cuando supuestamente no sucede nada, durante el tiempo muerto, cuando los modos de hacer y de pensar alternativos emergen como brechas en el sentido y la visualidad dominante. 

De esta forma, más que aleccionar sobre qué debería ser hoy la curaduría y por qué los artistas con los que trabajo son los más incisivos, críticos y vanguardistas, además de guapos, me gustaría aprovechar estas líneas para mandar un saludo a mis amigos. A aquellas personas que durante este proceso de aprendizaje sin fin me han enseñado como ciertas prácticas artísticas son capaces de hacer magia, desplazando el umbral de realidad. Y también que la subjetividad, cuando no se agota en el yo, es una herramienta política para el cambio, para dejar atrás todo aquello que nos impide estar alegres. Un abrazo, no me olvido, a aquellas personas que trabajando en la institución son conscientes de lo ridículo que es hablar en primera persona del plural, “nosotros”, cuando se trata de humanizar malas prácticas, contrataciones ilegales y otras formas de explotación. Y un saludo, finalmente, a todas las personas con las que no estoy de acuerdo. Gracias por estimular mi imaginación e incitarme a pensar el campo de las exposiciones y la pedagogía artística como un vehículo para planear fugas, estrategias y complots contra los responsables del malestar que nos atraviesa, contra los responsables del dolor que sentimos cuando estar solo deja de ser un placer y opera como una táctica de gobierno. 

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