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eden

     Bajo la luz, y sin ella, la naturaleza es. También existen el verdor y las bayas, y las estatuas, con sus ... miradas fijas y sus lágrimas de humedad y musgo. Todas lo hacen, pese a la sombra y el encuadre que las ignora. Incluso las flores siguen siendo flores en blanco y negro.

      Y, sin embargo, en este eden la luz aún juega al desvelo. Con ella el arbusto se convierte en verdor exuberante, pero también en trascendencia, en verdad y en antesala del misterio.

     ¿Es nuestra mirada del siglo XXI inmune a los influjos de la luz creadora, el rayo de conocimiento y la iluminación como máxima representación de la epifanía? Quizás nuestros ojos ya no busquen en la claridad una fuerza arrebatadora de la naturaleza indicándonos el camino, pero en su fascinación por la ventana iluminada hacia lo desconocido queda evidente que la tradición nos marcó a fuego. Queremos pensar en esa luz como facilitador de belleza, o como la belleza misma, y en su ausencia como una vía hacia lo salvaje. Si hay algún atisbo de verdad, la tradición nos ha dicho que esa verdad será iluminadora y que su poder disipará las sombras. Nos ha enseñado, también,  que detrás de las hojas puede haber espacio para lo prohibido.

     ¿Es la luz la que nos pide respuesta, observándonos desde el otro lado a la espera de que demos el siguiente paso? La claridad entre los árboles nos invita al juego dialéctico sin decirnos nada, revelándose apenas, animando el espíritu del que, por naturaleza, siempre quiere saber más. En eden, la luz es conocimiento pero también engaño, seducción caprichosa y anticipadora de una verdad a medias. Y es que, quizás, detrás de las hojas no haya más que hojas y el observador ante la fotografía no se deje seducir más que por la seducción misma. En ese espacio para la narración privada, motivada por el misterio y la curiosidad de explorar lo desconocido, queda atrapada una serie en la que Pedro Monjardín numera escenarios sugerentes sin nombre ni coordenadas, disponibles para dialogar con la imaginación y el deseo.

     Pensemos en ese instante en el que la luz deja de brillar en el sotobosque y, desprendidos de toda referencia, nos dejamos cautivar por la libertad de crear ficciones a través de lo que no vemos, ficciones que nos sacarán de allí, o no, sanos y salvos. Si nos perdemos en el bosque lo haremos también en la oscuridad de las cabañas, de los parques, de las ciudades nuevas; y es en el camino de vuelta a casa donde encontraremos una oportunidad para construir nuestro relato íntimo, que vendrá a arrojar luz sobre la incertidumbre.

     El artista ha viajado, pero no nos dirá dónde. La luz ha transformado las hojas del árbol en un escenario sobrenatural que ya no es ciudad ni parque. Bajo contrastes barrocos, luces planas y destellos del crepúsculo la vegetación ha dejado de parecerse a sí misma y se ha convertido en verdad, en catalizador de esa espiritualidad que le debemos a la luz en el origen de todas las culturas.

     Es el Nur de los árabes, la luz que ilumina el mundo, la mística y la espiritualidad. La luz que transforma la naturaleza en paraíso y, con ella, nos transporta a un estado donde lo que vemos es tan importante como lo que, desde la sombra, espera a ser encontrado.